Irlanda: Vacaciones y Subida al Pico Carrantuohill

Me quedan unos días para irme de vacaciones y llegados a este punto, agotado, cansado, me gustaría reflexionar sobre este hecho. Y es que las vacaciones se han convertido en un paréntesis obligado en esta existencia de estrés, agobios y horarios infernales que nos ocupa a la mayoría de personas el día a día. Al fin y al cabo, tal y como las conocemos, las vacaciones, emergieron desde una sociedad industrializada, la que comienza a vernos como trabajadores ante todo. Solemos utilizar la expresión "recargar las pilas" para definir el periodo de vacaciones, entonces, ¿somos máquinas?. Esta definición es un síntoma de que empezamos a entender la realidad que nos rodea en términos laborales. Por eso, a veces, el anhelo se cuela entre las palabras que vuelan a nuestro alrededor, con expresiones como "si tuviera más tiempo..." mientras nuestra existencia parece tambalearse, esperando a que las vacaciones vuelvan para fortalecernos. Nuestra forma de enfrentarnos a ellas, por lo tanto, está tremendamente condicionada por su condición redentora. Las vacaciones serán más regeneradoras cuanto más cansados y estresados estemos. Es la actitud del actual trabajador, trabajar mucho para cobrar aún más y así poder disfrutar de unas mejores vacaciones que nos hagan olvidar lo mucho que trabajamos. Con esta presión, tenemos que sacar el máximo partido a cada segundo, estrujar al máximo cada euro, como consecuencia, sentimientos de frustración y engaño al no conseguirlo.


Al fin y al cabo, es comprensivo,  pues hemos pasado bastante tiempo esperando ese momento, así que cuando llega, lo lógico es que nos sintamos estresados. El reloj se pone en marcha y comenzamos a ejecutar algún plan perfecto elaborado desde el prisma equivocado, al que cada hora le corresponde una actividad, los viajes se suceden y el tiempo para disfrutar de lo que realmente te gustaría, vuelve a quedar en segundo lugar, como de costumbre. Y esto se convierte en una discutible libertad, llena de restricciones autoimpuestas, llenas de exigencias que al principio no somos conscientes de ellas. Hoy es casi un crimen poder viajar y no hacerlo, no es que parezca que se haya convertido en un derecho, como las vacaciones, sino que se da por supuesto que, de igual forma que hay que trabajar mucho, hay que viajar mucho y lejos. Hemos interiorizado que las vacaciones son para viajar, hacer cosas y estar ocupado, tanto como el resto del año, pero de otra forma.


Y sin darnos cuenta, llega el drama, volvemos a la vida dejada por un breve tiempo, y nos damos cuenta de que nada ha cambiado. No somos ni más felices, ni más cultos, ni más inteligentes, la razón, haber actuado con más cabeza que corazón. Habremos disfrutado en mayor o menor medida las vacaciones, pero algo nos sigue faltando, de repente, comenzamos a sospechar que nunca encontraremos un equilibrio perfecto entre el ocio y el trabajo, entre las obligaciones y los placeres. Y es cuando comprendes que nunca pasearás por esos lugares que tienes puesto como fondo de escritorio en tu ordenador. Vivimos en una permanente situación de excepcionalidad, tanto en vacaciones como el resto del año. A medida que pasan los años, uno tiene la sensación de que estos dos ámbitos, el del trabajo y el tiempo libre, se han convertido en dos caras de la misma moneda llevadas hasta los extremos. Es una de las características de la sociedad de consumo en la que vivimos, trabajar más para comprar más y sentirse mejor, pero que afecta directamente a dos de nuestros bienes más preciados, el tiempo y la identidad. En un mundo utópico, seríamos nosotros mismos todo el tiempo, todos los días, haya que trabajar o haya que disfrutar. Pero hemos terminado dividiéndonos entre el fatigado esclavo que sueña con su libertad y el falso "viajero" hambriento de experiencias y placeres banales que no repara en gastos. En algún lugar desconocido entre los dos extremos, se encuentra nuestra verdadera identidad, o lo que quede de ella.


A razón de esta reflexión, quiero compartir en el blog, el viaje a Irlanda de hace dos años, del que no había escrito hasta ahora. Un viaje en coche, que nos llevó a recorrer un país por los rincones más bellos y sorprendentes, repleto de maravillas naturales. Durante el viaje subí al Carrantuohill, la montaña más alta de Irlanda, con 1.033 metros, la ascensión a esta montaña nació un día sin planearlo, gracias a un panel informativo que se encontraba cerca de Killarney, lugar donde habíamos montado la tienda para pasar la noche. La ascensión la realicé por la parte del Hag's Glen, un empinado sendero pedregoso llamado Devil's Ladder. Las condiciones meteorológicas ese día dificultaron el tramo final, al parecer esta montaña se encuentra en una zona donde las condiciones meteorológicas son muy variables y extremas. En la cumbre se sitúa una gran cruz de metal, de unos 5 metros junto a unas vistas increíbles. Por mi parte, mi identidad seguirá marcando el camino, sea en el momento y lugar que sea, donde el tiempo que me ha sido dado seguirá siendo para ser yo mismo, para realizar lo que más me gusta, ya sea correr durante horas, subir una montaña, bañarme en un río o dormir en una tienda de campaña, sin importar lo que digan o hagan los demás.

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